viernes, 21 de marzo de 2014

La lluvia no encoge.

El cielo se nubla y empieza a inundar las calles ese olor tan especial.

La gente empieza a mirar al cielo, consciente de que no queda mucho tiempo, y entonces comienza. 

En menos de un minuto cunde el pánico, en el parque los juguetes son abandonados por unos niños que, pese a disfrutar con el momento, no han tenido más remedio que dejarlos allí en la soledad del arenero cuando sus madres corrieron hacia ellos y se los llevaron al vuelo. 

En los portales, se resguardan vecinos y desconocidos que mientras siguen mirando al cielo intercambian alguna palabra, eso sí, del tiempo. 

Los coches comienzan a circular descontrolados, como si las calles no dejaran de moverse, como si los caminos ya no fueran los mismos, parece que incluso las señales y los semáforos se han desteñido. 

Pero yo, yo no tengo miedo, me quedo de pié, en medio de todo el caos, con los brazos abiertos y la cabeza bien alta, incluso me atrevo a cerrar los ojos y disfruto de eso qué parece darles tanto miedo. 

Pasados unos minutos, siento como va terminando, como cambia el viento, una luz irrumpe en el cielo. 
Los niños vuelven a gritar contentos mientras corren hacia el arenero, los coches dejan esos bailes extraños y todos los colores vuelven a su sitio, los desconocidos se despiden con un simple gesto y los vecinos dejan la conversación para algún encuentro en el ascensor. 

Es entonces cuando abro los ojos, respiro hondo y compruebo que la lluvia no ha podido conmigo, es verdad que no he crecido, pero os aseguro que tampoco he encogido. 

Karol Conti.