viernes, 21 de marzo de 2014

La lluvia no encoge.

El cielo se nubla y empieza a inundar las calles ese olor tan especial.

La gente empieza a mirar al cielo, consciente de que no queda mucho tiempo, y entonces comienza. 

En menos de un minuto cunde el pánico, en el parque los juguetes son abandonados por unos niños que, pese a disfrutar con el momento, no han tenido más remedio que dejarlos allí en la soledad del arenero cuando sus madres corrieron hacia ellos y se los llevaron al vuelo. 

En los portales, se resguardan vecinos y desconocidos que mientras siguen mirando al cielo intercambian alguna palabra, eso sí, del tiempo. 

Los coches comienzan a circular descontrolados, como si las calles no dejaran de moverse, como si los caminos ya no fueran los mismos, parece que incluso las señales y los semáforos se han desteñido. 

Pero yo, yo no tengo miedo, me quedo de pié, en medio de todo el caos, con los brazos abiertos y la cabeza bien alta, incluso me atrevo a cerrar los ojos y disfruto de eso qué parece darles tanto miedo. 

Pasados unos minutos, siento como va terminando, como cambia el viento, una luz irrumpe en el cielo. 
Los niños vuelven a gritar contentos mientras corren hacia el arenero, los coches dejan esos bailes extraños y todos los colores vuelven a su sitio, los desconocidos se despiden con un simple gesto y los vecinos dejan la conversación para algún encuentro en el ascensor. 

Es entonces cuando abro los ojos, respiro hondo y compruebo que la lluvia no ha podido conmigo, es verdad que no he crecido, pero os aseguro que tampoco he encogido. 

Karol Conti. 

miércoles, 22 de enero de 2014

La cápsula del tiempo.

Contó hasta tres y desenterró el paquete. Había salido de casa en plena noche con la cazadora vaquera que le había comprado su abuela como único abrigo y con las prisas había olvidado calzarse así que los trescientos dieciséis pasos desde la casa del árbol se le habían hecho muy largos.
Siempre le había gustado notar la hierba mojada bajo sus pies, pero esta vez hacía demasiado frío, y ella estaba demasiado nerviosa.
Siempre había querido desenterrar su cápsula del tiempo y Eliot le había explicado mil veces como hacerlo.
- Es fácil Inés, trescientos dieciséis pasos desde tu casa del árbol en dirección a mi casa, allí nos reuniremos los dos porque son exactamente seiscientos treinta y dos desde la mía, que es justo el doble. Así no se nos olvidará aunque pasen 20 años.
El cielo de aquella noche estaba precioso, Lleno de estrellas y con la luna en la misma fase que aquella noche hacía 22 años. Pero Inés sentía que era una estupidez hacer todo esto ahora. Primero porque ella ya tenía 32 años, segundo porque sus pasos seguro que eran mucho más grandes y tercero, y más importante, porque Eliot ya no estaba en este mundo.
Aún así, las promesas se cumplen y desde hacía dos años, sentía que había incumplido su palabra.

Contó hasta tres y desenterró el paquete. Allí estaba, sonrió al ver que había sido capaz de encontrarlo, que seguía allí, tal y como dijo Eliot, pero lloró al pensar que él no.
Se sentó en el suelo húmedo por el rocío y abrió la caja. Dentro no había más que dos cartas, la suya para Eliot y la de su amigo para ella, y dos figuritas de arcilla que hicieron juntos esa tarde hacía ya veintidós años.
Leyó su carta y no pudo evitar que las lágrimas rodaran por su cara en caída libre hacia el interior de la caja. Entonces, sacó de su bolsillo una carta, está vez con caligrafía de adulto y la colocó junto a la de niña. Es para ti Eliot, dijo suspirando. Entonces, se levantó y antes de poder guardar de nuevo la caja, una ráfaga de viento se llevo las dos cartas. Corrió tras ellas, resbaló y cayó. De repente, fuertes carcajadas inundaron la noche. Inés reía feliz como desde hace tiempo no lo hacía. Las dos cartas habían parado el vuelo, lejos del alcance de cualquiera, en lo alto de la casa del árbol de Eliot.

Karol Conti.



martes, 7 de enero de 2014

Imágenes



Ojalá supiera dibujar. No me refiero a dibujar cuatro líneas simulando un coche pero que si lo miras girando el folio bien podría ser una casa de Gaudí. Me refiero a dibujar bien, a plasmar en el papel tantas y tantas imágenes que no me caben en las palabras.
¡Una imagen vale más que mil palabras! O eso dicen, así que por mucho que los que me leen se atreven a decir que mis textos brillan o que están llenos de imágenes, no dejan de ser el hermano pequeño de aquella ilustración que se queda presa en mi cabeza.
A veces cojo un papel e intento liberarla, y tras palabras y más palabras… 
Un coche, o una casa, según se mire.
Karol Conti.