La
gente empieza a mirar al cielo, consciente de que no queda mucho tiempo, y
entonces comienza.
En
menos de un minuto cunde el pánico, en el parque los juguetes son abandonados
por unos niños que, pese a disfrutar con el momento, no han tenido más remedio
que dejarlos allí en la soledad del arenero cuando sus madres corrieron hacia
ellos y se los llevaron al vuelo.
En los
portales, se resguardan vecinos y desconocidos que mientras siguen mirando al
cielo intercambian alguna palabra, eso sí, del tiempo.
Los
coches comienzan a circular descontrolados, como si las calles no dejaran de
moverse, como si los caminos ya no fueran los mismos, parece que incluso las
señales y los semáforos se han desteñido.
Pero yo,
yo no tengo miedo, me quedo de pié, en medio de todo el caos, con los brazos abiertos
y la cabeza bien alta, incluso me atrevo a cerrar los ojos y disfruto de eso
qué parece darles tanto miedo.
Pasados
unos minutos, siento como va terminando, como cambia el viento, una luz irrumpe
en el cielo.
Los niños vuelven a gritar contentos mientras corren hacia el
arenero, los coches dejan esos bailes extraños y todos los colores vuelven a su
sitio, los desconocidos se despiden con un simple gesto y los vecinos dejan la
conversación para algún encuentro en el ascensor.
Es entonces
cuando abro los ojos, respiro hondo y compruebo que la lluvia no ha podido
conmigo, es verdad que no he crecido, pero os aseguro que tampoco he encogido.
Karol Conti.